Saber soltar
La vida está llena de transiciones. Unas veces motivadas por la oportunidad, otras por la angustia, pero todas las transiciones constituyen un desafío. Las podemos manejar malamente, o bien.
A menos que la transición sea forzosa, somos nosotros los que tomamos la decisión. Esto se puede producir dentro de un contexto de afecto, de crítica o de ambas cosas a la vez. Por lo general son momentos incómodos, en los que es posible que batallemos con preguntas relativas al llamado, a la motivación, a la oportunidad del momento y al impacto en nuestra economía personal. Gracias a Dios, son oportunidades para tener un encuentro con Jesús.
Cualesquiera que sean las circunstancias, queremos terminar bien. Estamos fielmente dedicados hasta el final, les prestamos atención a las relaciones estresadas, recibimos atentamente las despedidas y cuidamos de nuestras necesidades personales y familiares. Somos constructivos de palabra, acción y actitud.
Cuando la transición comprende un cambio de papeles, «soltamos» de manera consciente nuestras responsabilidades. Los comentarios con respecto a nuestro sucesor son continuamente positivos. Nos negamos a tomar posiciones sobre cualquier asunto, tanto públicas como privadas, ante el que fuera nuestro equipo o grupo.
Como sucede en el proceso de un luto, podemos experimentar y encontrar las reacciones de negación, de ira, de depresión y de aceptación. Nuestra meta está en la aceptación y el apoyo mutuo. De esta manera, la comunidad u organización que estamos dejando podrá seguir adelante con salud y fortaleza.
Ninguna de nuestras transiciones se puede comparar con la Encarnación, la más extrema de todos los tiempos. Con este ejemplo, y el Espíritu habitando en nuestro interior, podemos esforzarnos por tener este sentir «que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres» (Filipenses 2:5–7).