La hombría
Los sociólogos describen el “código masculino” de Norteamérica. Según sus observaciones, la imagen cultural dominante de los hombres es la siguiente: estoico, que no expresa sus sentimientos; viril y atlético; dominante en lo psíquico, en riqueza, poder o posición social, y desconfiado de rasgos como la cordialidad, la sensibilidad o la empatía.
El apóstol Pablo presenta una descripción radicalmente diferente de la hombría. La meta de los líderes y obreros de la Iglesia es edificar la comunidad de fe “hasta que todos lleguemos… a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo…” (Efesios 4:11-13).
Como hombre verdadero, Jesús confunde todas las descripciones de tipo cultural. En sus semanas finales, representativas de su vida en la tierra, Jesús se enfrentó a sus sufrimientos y a su ejecución con valor (Juan 11:7-10). Lloró (Juan 11:35; Lucas 19:41-44). Ejerció con humildad su autoridad (Juan 12:12-15; 13:3-17). Oró con intimidad y fervor (Lucas 22:39-46). Cumplió todas sus responsabilidades hacia su familia (Juan 19:26-27). Perdonó a sus verdugos (Lucas 23:34). Fue obediente a la voluntad de Dios hasta exhalar el último suspiro (Juan 19:30; Hebreos 9:14).
La medida de la verdadera hombría es Jesus, no una imagen cultural distorsionada. Y tanto si pertenecemos al sexo masculino como al femenino, Jesús es la verdadera medida de lo que significa estar lleno de toda la plenitud de Dios (Efesios 3:19; 4:13).
Una norma tan elevada como esta se hallaría fuera de nuestro alcance, de no ser por “la supereminente grandeza de su poder [el de Dios] para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza,
20. la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos… (Efesios 1:19-20).”
En esta asombrosa afirmación, Pablo reúne cuatro formas diferentes de poder. Usa casi todos los sinónimos que tiene el poder en la lengua griega para comunicar la inmensidad del poder que resucitó a Jesús de entre los muertos… ¡y que ahora ha sido dirigido hacia nosotros, los que creemos!
Sin duda alguna, todos nosotros somos pobres candidatos para una transformación. No obstante, cualquiera que sea nuestro estado de quebrantamiento, nuestras tinieblas interiores no se pueden resistir al inmenso poder que resucitó a Jesús de entre los muertos; a ese poder que ahora nos impulsa a nosotros hacia la madurez plena en Cristo.
Por eso, “olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo [proseguimos] a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:13-14) a fin de llegar a ser totalmente maduros, completamente desarrollados por dentro y por fuera, plenamente vivos como Cristo Jesús (Efesios 4:13, trad. de “The Message”).